Me resulta difícil escribir. Hay una gran distancia, un enorme abismo entre el pensamiento y la acción. Casi todos los días llevo conmigo el ‘pensamiento de la acción’, pero rara vez pasa de esto. La acción no se lleva a cabo, no se cumple, no se ejecuta; y, si la comienzo, queda prontamente suspendida por otras acciones no premeditadas o nuevos pensamientos de acción. El engaño resulta más triste, porque creo que, en el fondo, realizo esas acciones pensadas. Y no es así. Es por ello que tengo habitualmente esa ebullición de pensamientos, propósitos, impulsos hacia el futuro que, sin embargo, no cristalizan en la acción sencilla, breve, bien hecha, sin más resultado que ella misma. Y entonces aparece el viejo cuento manido del tiempo perdido, de lo que hay por hacer, de la odiosa comparación, de los balances inútiles ... de todo eso que me aburre soberanamente y que ya no me convence.
Hay una evolución decisiva en esto último: porque antes, me refugiaba en ese espíritu de desesperación, mitad existencial, mitad estética, esa pose de fatalismo pseudo-romántico que me ha gustado cultivar. Ahora, tampoco me siento a gusto en ello. Tengo la impresión de que regresando a ese espacio se cierran otros aún sin explorar, prometedores, igual de creativos o más conscientes que esa afección modernista, herencia adolescente, de recrearse en las propias miserias. Hay que mirar al frente y asumir la realidad; manifestarse tal como se es. Es, sin darme cuenta, la formulación que he verbalizado en más de una ocasión, en otras circunstancias, sin darme cuenta de ello y sorprendiéndome al tiempo que le daba forma sonora ante otras personas.